“Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eternal” (Juan 3:16).
UN PADRE llevó a su pequeña al hospital para que viera por primera vez a su hermanito recién nacido. Mirando a través del cristal se fijó en que, colgando de la muñeca, el bebé tenía una etiqueta. “Papá, ¿cuándo le van a quitar el precio?”, preguntó la pequeña para sorpresa de su padre.* En realidad, la etiqueta del precio nunca desaparece de nuestra vida; cada hijo cuesta a sus padres un precio muy elevado desde el mismo momento en que nace: el precio del sacrificio de noches sin dormir, del amor manifestado en horas de enseñanza, de la responsabilidad, de la preocupación y de un velar constantes.
Así sucede también con el “precio del cielo”, marcado en una etiqueta siempre visible en forma de cicatrices en las manos y el costado de nuestro Salvador. Nuestra adopción, la tuya y la mía, como hijas de Dios tuvo un costo para Jesús, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). El costo de dejar el cielo, donde era adorado por seres santos, para vivir en este mundo de pecado; de ser perseguido por muchos desconocidos y traicionado por uno de sus amigos; de ser abandonado por sus discípulos y maltratado por los soldados romanos; de ser acusado injustamente y juzgado en un juicio amañado; de sentirse abandonado por su Padre y verse clavado en una cruz, hasta morir de la peor de las formas imaginables. La redención no fue gratuita; tuvo un precio y ese precio es Jesús.
¿Te has parado a valorar el precio pagado por tu rescate? ¿Te has dado cuenta de lo que supone para tu vida la muerte de Jesús? ¿Le has dado las gracias a Dios por su Hijo? ¿Y a Jesús por haber pagado el precio de la salvación? Todos, incluidas tú y yo, hemos sido salvados por una muerte que se produjo en un momento concreto de la historia. Fue la muerte de Jesús, el Hijo de Dios. Esa muerte da sentido a nuestra vida aún dos mil años después.
Cuando corramos el riesgo de darlo todo por sentado o de no valorar lo suficiente el rescate que se ha ofrecido por nosotras, volvamos a mirar la etiqueta que cuelga de las manos y del costado de Jesús, el “precio del cielo”. Y seamos agradecidas.
Por: Mónica Díaz
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