UNA PAREJA de misioneros regresaban a los Estados Unidos tras muchos años de servicio en África. Casualmente, viajaban en el mismo barco que Theo- dore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, quien también regresaba de África tras una cacería. Cuando el barco atracó en el puerto de Nueva York, una multitud aguardaba para dar la bienvenida al presidente.
En medio del caos, los ancianos misioneros a duras penas podían abrirse camino entre la multitud para tomar el taxi que los llevaría a un hotel barato. Cuando finalmente llegaron a su cuarto, el hombre se sentó sobre la cama y dijo a su mujer: “Nosotros hemos entregado nuestra vida a Jesús, hemos dedicado nuestros mejores años a ganar almas para él en África y, cuando volvemos a casa, nadie nos está esperando.
En cambio el presidente regresa de matar animales y lo reciben como si fuese un príncipe”. Su esposa comentó: “Eso es porque todavía no hemos llegado realmente a casa”.
Todos somos humanos. Requiere una gran madurez personal y espiritual no esperar el reconocimiento de los demás, su agradecimiento o al menos alguna señal de que nuestros esfuerzos no han pasado desapercibidos. Mentiría si dijera que no me he decepcionado nunca porque algo que dije o hice no recibió la atención que esperaba.
Así es la vida. A veces nadie se da cuenta del valor de un acto, una palabra o un gesto. De hecho, la fe en general, y todo lo que proviene de ella, no recibe alabanza en esta sociedad, ni aparece en periódicos o se comenta en la televisión.
Las obras de verdadero amor e interés cristianos no gozan de mucha pompa, pero eso es simplemente porque aún no hemos llegado a casa.
Por eso, no nos desanimemos. No alberguemos expectativas mientras dure nuestro viaje, porque lo más probable es que no se cumplan. Tampoco el reconocimiento humano aportará nada a nuestro crecimiento espiritual. Pero recordemos que cuando lleguemos al hogar, seremos recibidas por la mayor autoridad del universo; el “Rey de reyes” (Apoc. 19:16), “el Señor mismo bajara del cielo” (1 Tes. 4:16) para damos la bienvenida y, cuando entremos por las puertas de la ciudad, una comitiva nos estará esperando.
“Alégrense, esten contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo” (Mat. 5:12).
Por: Mónica Díaz
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