“Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen”. 2 Corintios 3:18
ANTES DE DEJAR el tema de la vida de oración de los elegidos, consideremos la ley del espejo. Me crie como hijo de pastor, lo que significaba que teníamos que hacer un culto cada mañana antes de salir corriendo a la escuela. (Nadie tiene que realizar un culto familiar matutino, por supuesto, pero, echando la vista atrás con el paso de los años, estoy agradecido de que lo hiciéramos). Mi padre viajaba a menudo por Japón, así que mamá solía ser la que nos reunía a los tres chicos y leía de una “matutina” (un libro no muy distinto de este). Pero para un niño de tercer curso de primaria hasta una corta meditación puede parecer demasiado larga. Hasta el día que descubrí que mi reloj de pulsera podía reflejar el sol que se colaba por la ventana. Asombrosamente, si colocaba mi muñeca de la forma precisa adecuada, era capaz de mover una bolita de luz dorada por toda la habitación, y directamente a los ojos de Greg o Kari. ¡Ya no había aburrimiento! Hasta que mamá descubrió mi travesura y prohibió toda la diversión.
Los espejos son así, ¿verdad? Un espejo refleja aquello hacia lo que los apuntas: esa es la ley del espejo. Y esa es la enseñanza de la observación de Pablo en nuestro texto de hoy. Igual que un espejo, miramos fijamente la gloria de Dios y se refleja en nuestro rostro, en nuestra vida. La versión Cantera-Iglesias dice “reflejando como espejo el esplendor del Señor”. La ley del espejo.
Y, ¿adonde iremos a buscar la gloria de Dios? Solo unos versículos después Pablo responde: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo” (2 Cor. 4:6, NVI).
Y ahí precisamente debemos acudir los elegidos mañana tras mañana, día tras día: a los Evangelios, al lugar en el que el rostro de Jesús brilla resplandeciente con la gloria de Dios. Y solos allí con él en nuestro oratorio, podemos reajustar nuestro espejo (tan sensible y que tan fácilmente pierde su enfoque por causa de nuestros pecados) para poder emprender nuestra jornada, por la gracia de Dios, inundando nuestro mundo con la gloria de Jesús reflejada en nuestro espejo.
Solo un espejito, sin duda, pero, enfócalo hacia el Hijo, y se ilumina toda la habitación.
Por: Dwight K. Nelson
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