“Quedaron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos.
Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo”. Génesis 2:1, 2
PIÉNSALO. DIOS podría haber establecido una semana de seis días, ¿no? ¿Y por qué no? En un huerto perfecto, nadie se cansa realmente, así que, ¿quién necesita descanso? O el Creador podría haber elegido una celebración anual de cumpleaños del mundo, como hacemos nosotros con el nuestro: “¡Celebremos una fiesta!” O podría haber elegido una fiesta mensual para conmemorar su creación. Pero está claro que hay un anhelo en el corazón del Creador que no puede posponerse un año y ni siquiera un mes. Y, por eso, por la raza humana, celebra el séptimo día como el día del don divino. ¿Por qué?
Piénsalo un poco más. ¿Cuál es el don más perfecto que cualquier padre amante puede dar a su hijo? ¿No es el don del tiempo juntos sin interrupciones y sin prisas? Retrotráete a cuando eras un niño. ¿Qué es lo que más recuerdas? ¿Algún juguete que tu padre te regaló? ¿O el tiempo que tu padre te dedicó?
Mi padre era predicador. Y cuando vivíamos en la costa occidental de Japón, al pie de los Alpes Japoneses, estaba iniciando una iglesia en una gran ciudad en la que apenas había cristianos. Eso significaba que estaba ocupado día y noche. Pero una noche vino a casa y anunció a la familia que había estado sopesando el asunto y que, en lo sucesivo, iba a tomarse libre cada martes. Dado que estudiábamos en el propio hogar, eso quería decir que los martes de primavera, verano y otoño metíamos la comida en una cesta para comer al aire libre y nos dirigíamos a la playa, hacíamos una excursión en bicicleta o visitábamos un museo. Pero en invierno quería decir que cada martes nos levantábamos temprano, metíamos la comida en una cesta, íbamos en automóvil y en tren a los Alpes y pasábamos un día estupendo esquiando todos juntos. Ahora que mi padre ya ha fallecido, miro atrás con añoranza a través de los años que han pasado y me doy cuenta de que a sus chiquillos nos dio el mejor don de todos. No nos dio dinero; no tenía mucho. No nos dio juguetes: éramos bastante pobres. Nos dio algo aún mejor: el don del tiempo con él sin interrupciones y sin prisas. Precisamente el mismo don que nuestro Padre creador nos da a ti y a mí: veinticuatro horas de tiempo con él sin interrupciones y sin prisas cada séptimo día.
Lo que me deja con dos preguntas: ¿Por qué querría alguien alguna vez librarse del sábado? Y, ¿por qué íbamos a querer alguna vez que terminara el sábado?
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