Llegué del trabajo, y ambos estaban en el cuarto del fondo. Me dirigí allí, pero ellos no me oyeron. Al acercarme vi -a través de la puerta entreabierta- que mi hijo mayor estaba
maltratando a su hermanito, quien lo idolatraba. Me dolió y me encolerizó al máximo ver que un hijo mío podía portarse así. Ciego de ira, abrí la puerta y recorrí esos tres pasos que me separaban de él.
En cuanto abrí la puerta, él me vio, enojado como nunca, caminando como un monstruo-mamut-locomotora hacia él. En su cara se escribió la más genuina sorpresa, mezclada con el terror más puro. Él sabía que era culpable, y que la justicia caería sobre él antes de que él pudiera siquiera correr para salvarse.
Vi su gesto, y eso me dolió muchísimo. El enojo desapareció por completo, y en décimas de segundo hice la oración más breve que he hecho en mi vida: "¿Qué hago, Padre? ¡Ayúdame!". Llegué hasta mi hijo, lo abracé, él me abrazó con sus bracitos, y lloró mucho. Me pidió perdón, sin que yo tuviera que decir nada. Y entonces, lo que pudo haber sido un regaño, un castigo, se convirtió en una experiencia de aprendizaje y unión para ambos. Le dije cuánto le amaba, y cuánto amaba a su hermanito, y que lo que me haría más feliz, es que siempre hubiera amor entre ellos
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