En un colegio de educación primaria, una maestra explicaba la teoría de la evolución tratando de convencer a sus alumnos de que la tierra no había sido creada por Dios.
Pidió a un niño que saliera al patio y trajera un informe de lo que viera en él. Cuando regresó, el pequeño contó con detalle todo lo que había visto. Al terminar, la maestra le preguntó: «¿Has visto a Dios en lo que has contemplado?». «No, maestra, no he visto a Dios», contestó el joven.
Una pequeña, que se movía intranquila en su asiento, pidió permiso para realizar unas cuantas preguntas a Juancito. Como si no hubiera presenciado la escena anterior, preguntó a su compañero: «¿Viste a Dios en los árboles?». «No», dijo él. «¿Lo viste en las flores?». «No», respondió de nuevo. «¿Ves a la maestra?», continuó preguntando ella. «Sí», afirmó el muchacho. «¿Ves el cerebro de la maestra?», fue la última pregunta. «Por supuesto que no». «Entonces -declaró enfáticamente la niña—, la conclusión de lo aprendido en clase, es que la maestra no tiene cerebro».
Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente, ¿Crees esto? —Juan 11:26.
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